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martes, 28 de diciembre de 2010

POR UNA CABEZA



Hoy cuando he salido de casa una gran nube se cernía sobre mi cabeza, negra y desafiante como un cuervo. Tenía los ojos hinchados y algo de ojeras pues he pasado una mala noche. En La Rambla me he encontrado con mi abuela a la que finalmente le han puesto una dentadura nueva. Al verla sonreír a lo Joan Collins con esos dientes tan perfectos como inadecuados me he encontrado echando de menos aquellas viejas y desgastadas piezas que tan familiares me resultaban.
Me he metido en el metro. He estado apunto de sentarme en un asiento untado de nocilla. Sí sí, como lo oyen. Alguien se había tomado el tiempo y la molestia de cometer este acto de vandalismo estúpido que les relato. Quiero pensar que la fresca mancha no era más que crema de cacao, Nutella o sucedáneo y así es como se la describo a ustedes. Finalmente he dirigido mis pasos hacia el vagón contiguo por encontrarse este más vacío. Me he sumergido en la lectura de La Dama de Blanco de Wilkie Collins pero pronto me he visto interrumpida por un tufillo para el cual no tengo descripción. Bueno esto no es del todo cierto, intentaré hacer uso de la escasa ración de sutileza que el día de hoy me otorga. Si la mancha de la que les he hablado antes, no hubiera sido crema de cacao ni ningún derivado de la misma, si se hubiese tratado de otra...cosa... pues esa cosa hubiera olido como el implacable y aun desconocido tufillo.
Horrorizada, y muy a mi pesar puesto que tenía los ojos hinchados, y por ello pocas ganas de mostrarlos, he levantado la cabeza dirigiendo mi inflamada mirada al pasajero sentado junto a mí. Era un hombre de rasgos asiáticos y oronda figura, es decir: Un chino gordo. El pasajero bostezaba de forma espasmódica, acortando significativamente las vidas de los que nos encontrábamos a menos de un metro de él.
Al otro lado un hombre hablaba por teléfono, con voz estridente, y comentaba algo de suma importancia que alguien había colgado en no sé que muro de Facebook y no sé quién había etiquetado a no sé quien más en no sé que foto. Él, por distancia, también vería su vida acortada debido al ejercito de bacterias que el chino soltaba en cada uno de sus implacables bostezos. Un par de chicos se subieron al vagón, iban vestidos de negro de los pies a la cabeza y recubiertos de imperdibles, piercings y otros abalorios. Uno de ellos tenía el rostro tapado de un modo casi total por una capucha del mismo color que el resto de la indumentaria, y desde dentro de aquella oscuridad el joven me miró, yo le miré y adiviné unos rasgos faciales con una fuerza insólita. Nariz recta y bien perfilada, labios gruesos aunque con un rictus triste y gris, sus ojos inmensos se apartaron de mi y pronto todo él volvió a la guarida oscura y segura que su holgada capucha le ofrecía. Mi atención se vio de nuevo desviada. Un violín sonaba no muy lejos, un muchacho tocaba “Por Una Cabeza”. Desafinó alguna nota pero aun así el contraste entre el mundo tangible y flatulento que se presentaba ante mi y las delicadas notas que suavemente empezaron a fluir por él, resultó cautivador. Me centré en la música, sensual e imponente. Miré alrededor, el hombre cuya vida parecía girar en torno a Facebook, se vio claramente molesto ante aquella intromisión. El chino orondo se había dormido y yo me pregunté: ¿Uno bosteza cuando duerme?. Los jóvenes oscuros hablaban ahora entre ellos. El muchacho tocaba su violín con esa conexión íntima que el músico tiene con su instrumento y me envolvía en sus notas que resultaban maravillosas y llenas de sentimiento. “Por Una Cabeza” debe ser tocada así, aunque sea bajo la mortecina y macilenta luz del metro.
Apenada vi que nadie prestaba atención. ¿ En que podían estar pensando esas sombras grises que fuera tan importante? ¿ Qué crueles pensamientos pueden prohibirnos escuchar la música? Pero chico acabó de tocar y monedas nuevas, de aquí y de allá, tintinearon en su monedero, quise sonreír, y creo que lo hice. El tufillo había vuelto, el chino gordo se había despertado y un despertar no es despertar sin unos cuantos bostezos. Llegué a mi destino.
Esperando a que las puertas se abrieran en mi parada, vi mi rostro maltrecho reflejado en el cristal de las mismas. ‘Vaya’, pensé, ‘así es como seré dentro de diez años’. Antes de bajarme también quise pisar al tipo del teléfono, que estaba visiblemente feliz porque de nuevo la única voz que se escuchaba en el vagón era la suya propia. Pensé machacarle un juanete para que pudiera sacarle luego una foto y colgarla en el avatar de su Facebook.

Silvia Serra