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jueves, 15 de julio de 2010

LA TERAPIA: SEGUNDO DIA



LA TERAPIA: SEGUNDO DIA

Estos últimos días los he pasado en cama con fiebre, he tenido mucho tiempo para pensar y lo cierto es que terribles ideas han asaltado mi cabeza. Una visión tan triste como cierta sobre la vida de cada uno de los seres vivos que habitan en este planeta me martillea el cerebro. La verdad, la única verdad que nos une es la certeza de que nuestra existencia, por muchos años que uno disfrute de la suya, siempre es corta y nadie, absolutamente nadie, va a salir de esta con vida. Este es un mundo de condenados. Todos estamos condenados. ¡Qué triste! Creo que aún tengo fiebre, espero no contagiarle.
¿Es posible que un catarro, por muy gordo que sea, trastorne mi capacidad para pensar de un modo normal?
Me siento como aquella vez que siendo niño me encontraba en una acampada al mas puro estilo Boy Scout. Yo dormía apaciblemente en una tienda de campaña con otros tres compañeros. El caso es que me desperté en medio de la noche con unos retortijones espantosos, mi estómago hervía como un volcán a punto de entrar en erupción. Salí de la tienda de campaña doblado en dos. Fuera estaba oscuro, silencioso, sólo se oía el rugir de mi estómago. A medio camino hacia alguna parte me percaté de que me había olvidado las gafas en la tienda, junto al arrebujo de ropa que constituía mi almohada. Pensé en volver a buscarlas, porque ya a aquella edad yo era muy miope, pero mi ano, viéndose solo ante el peligro, me dijo que no podría retener la avalancha por mucho más tiempo. Corrí unos metros sin tener la más mínima idea de adonde me dirigía, cuando mis piernas avanzaron al resto de mi cuerpo supe que era el momento. Me bajé los pantalones del pijama y el resto ya se lo puede imaginar. Me costó más de media hora encontrar mi tienda de campaña. Todos dormían, nadie se había enterado de nada. Sería mi secreto.

A la mañana siguiente, los pájaros cantaban, el cielo era azul y el sol brillaba, todo olía a naturaleza. Todo menos yo, que despedía un tufillo más bien desagradable y muy familiar. Inspeccioné mi pijama, y allí estaba, Iron Man cubierto de caca. Pero la cosa no acababa allí, llegó a mis oídos la noticia de que todos mis compañeros se habían congregado alrededor de lo que debía de ser un descubrimiento botánico-zoológico revelador. Así lo pensé hasta que después de limpiarme (doy gracias a mi madre por aquel exceso de pañuelos que siempre me hacía llevar a todas partes), cambiarme el pijama por ropa limpia de Boy Scout que no defeca en medio de bosques oscuros, oí la voz de uno de los monitores que decía: ¿Se puede saber quién ha podido tener la poca vergüenza de hacer algo así?

Matt era un muchachito pequeño, enclenque, empollón y sabihondo de los que tapan su examen incluso antes de empezar a escribir para que nadie les copie, con gafas enormes y vestimenta siempre pulcramente almidonada, de esos a los que te dan ganas de pegar sin ningún motivo a la hora del recreo, de esos muchachos que si se encuentran una defecación sospechosa y del tamaño de una isla frente a su tienda de campaña, no pasará de largo como otros harían. No, Matt no era así. Matt era el tipo de niño retorcido que llamaría a todo el mundo para que ellos también compartieran tan alucinante descubrimiento. Momento Boy Scout.

Entienda que aquella fue una de las vivencias más humillante y vergonzosa de toda mi infancia. Bueno, yo tendría unos catorce años... ¿se considera aún infancia, o los catorce ya forman parte de la pubertad?
Lo que intento expresar es que últimamente me siento tan perdido y tan ansioso como aquella noche en el bosque, es una angustia a la que no me se sobreponer. Y estas horribles ideas sobre la vida y la muerte no ayudan.

Lo peor de todo es que sé muy bien porqué me he puesto enfermo, no se trata de una corriente de aire, ni de noches de fiesta en una piscina con un par de gemelas tetudas. Me explico; hace seis días mi coche sufrió una avería y tuve que coger el tren para ir al despacho. Llegaba tarde, puesto que me había entretenido en el taller mecánico dando parte de la avería y viendo los pósteres de chicas desnudas que colgaban de la pared. Corrí hacía el tren, tenía una reunión a las diez a la que no podía faltar. Estaba a punto de llegar al andén cuando una anciana con un bastón me pidió que la guiara hasta el tren. Me suplicó que caminara despacio ¡porque era CIEGA! La cogí amablemente por el codo como solía hacer con mi madre antes de que se quedara postrada en una silla de ruedas. Pacientemente la llevé hasta el andén, de pronto vi que mi tren se aproximaba. La anciana me preguntó si estábamos en el andén número cuatro. Efectivamente, no, no estábamos en el andén cuatro, estábamos en el seis y mi tren salía desde el andén número seis. No podía perder aquel tren de ninguna manera y aquella anciana se me había aferrado al brazo y no tenía intención de dejarme marchar. La subí a mi tren y le busqué un buen sitio para sentarla. Lo ojos de pez de la anciana miraban al infinito y sonreían reposados, como si fuesen testigo del más maravilloso de los paisajes. Tardé dos minutos en llegar hasta el otro extremo del tren, donde aquella ancianita invidente no podría encontrarme. Pero sí me encontró. Pero de un modo u otro lo hizo porque la fiebre empezó aquella misma tarde y desde entonces no le encuentro sentido a la vida.

¿Qué puedo hacer? No puedo contarle esto a nadie. Si no fuera porque le pago y existe la ley de confidencialidad entre paciente y médico, tampoco a usted se lo contaría. Me avergüenzo de mí mismo.
Si mi madre supiera lo que hice, se levantaría de la silla de ruedas para abofetearme y me diría: Nunca hubiera imaginado que un hijo mío fuera capaz de cagarse delante de la tienda de campaña del pobre Matt Petersen. Pobre muchacho, nunca volvió a ser el mismo desde entonces, después de aquel verano el chico se trastornó y empezó a pasearse en cueros por la urbanización con aquel radiocasete colgado al hombro, y la música de los Beach Boys a todo gas. Recuerda que Matt Petersen está aun recluido en un sanatorio y que por aquí nadie recuerda Surfin’ USA con cariño. ¡Todo por culpa de tu caca!

Bien, no ponga esa cara por Dios, me lo acabo de inventar, aún disfruto fantaseando con el sufrimiento de ese pobre muchacho. Lo veo en el suelo del patio del colegio, con las gafas rotas y su bocadillo de mortadela desperdigado por el patio arenoso. Lo cierto es que Matt Petersen creció, creció más que todos nosotros y ahora anuncia calzoncillos Calvin Klein.

Doc, ¿puedo llamarle Doc? Bien, gracias. Escuche Doc, estoy perdido. Tengo que encontrar a esa anciana y disculparme. Llevarla al parque, ser el nieto que nunca tuvo. Tengo que encontrarla y decirle cuánto lo siento. Tengo que invitarla a un té con pastas, o aún mejor, la invitaré a comer. Si me pide que la acompañe hasta el tren cada día lo haré gustoso e incluso la abasteceré con un rico desayuno. Haré lo que sea para enmendar el acto cruel que cometí contra aquella anciana invidente.

Me pregunto, y lo hago muy a menudo, si todo el mundo tiene tantas cosas que ocultar como yo. ¿Puedo ir a la cárcel por lo que he hecho?
El caso es que ya no puedo ni rebelarme contra la loca de mi vecina. Sin ir más lejos, antes de ayer me encontraba sumido en la penumbra de mi apartamento, bañado en un pestilente sudor frío, sintiendo como mi mundo se venía abajo, cuando la retrasada llamó a mi puerta o, mejor dicho, aporreó mi puerta. Como sé cuánto le cuesta desistir de sus empeños, me arrastré por el piso hasta llegar a la puerta. La abrí, fui amable con ella, que me traía un pastel. Es cierto que aún no puedo mirarla a la cara sin evocar ciertas imágenes que me provocan arcadas. Cogí el pastel o tarta, o lo que quiera que fuera, le di las GRACIAS y cerré la puerta. ¿Comérmelo? No. Acabó en el cubo de la basura. Soy incapaz de comerme algo cocinado con las manos de esa tarada. Pero creo que he progresado, he tirado el pastel, o tarta, o suflé, o lo que fuera, (es que no logré identificarlo a pesar de encender la luz para poder verlo), en mi cubo de basura, en lugar de esperar a que la autora de aquella aberración culinaria, se metiera orgullosa en su apartamento y entonces aplastarlo contra su puerta.

¿Sabe lo más gracioso Doc? Lo más gracioso de todo es que no deseo sentirme bien hasta encontrar a esa anciana ciega y hacer lo que un hombre debe hacer.