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martes, 10 de agosto de 2010

LA SEÑORA CLEMENCIA BUENDÍA Y LA CARTA DE AMOR


La señora Clemencia Buendía vivía en una isla del mediterráneo. En una pequeña casa roja junto al mar. Aquella mañana, la señora Buendía se despertó antes que de costumbre, no usaba despertador porque su instinto casi nunca fallaba. A las ocho en punto, la Señora Clemencia Buendía abría los ojos. Sus pestañas a menudo se pegaban unas con otras, debido al rimel, que nunca recordaba quitarse la noche anterior. Tenía que rodar sobre sí misma, para poder levantar su pesado cuerpo de la cama. La señora Clemencia Buendía nunca había pensado en perder peso, a pesar de que su mejor amiga, Clotilde Hermosilla, la hostigaba para que probara todo tipo de dietas.
Pero lo cierto es, que ella odiaba las ensaladas y las verduras. Es por ello que su frigorífico se encontraba siempre bien abastecido de hamburguesas, bizcochos de chocolate, jugosos filetes, croquetas de pollo, y un sinfín de otros alimentos que contribuían, a que cada día fuera un poco más grande. A Clemencia Buendía le gustaba ser grande. El día en que se quedó sola, se sintió tan pequeña e insignificante, que empezó a comer de todo lo que le gustaba a todas horas. El ser más grande la había ayudado a llenar aquel vacío. Ella a menudo recordaba tiempos lejanos en los que en su casa reinaba el sonido de las risas de sus hermanas, las canciones de Gardel en la radio y que su madre cantaba mientras limpiaba y guisaba. Cuando su padre regresaba de faenar, la casita también recogía el olor a pescado que traía consigo. Es por ello que no sería extraño encontrar a la Señora Clemencia Buendía desayunando un entrecot a la pimienta frente al mar, en el jardín trasero de su casita roja, con la única compañía de las gaviotas y las olas llegando a la blanca orilla..
Aquella mañana, después de un copioso desayuno compuesto de huevos fritos con beicon y mousse de limón, la señora Buendía se plantó frente al espejo del lavabo. Nadie sabía la edad exacta de Clemencia Buendía, aunque su mejor amiga, Clotilde Hermosilla, y la que hacía más tiempo que la conocía, era la que más se acercaba, en sus cálculos o suposiciones, a la cifra exacta.
Luego de repasar una a una sus arrugas, y comprobar que no había ninguna nueva, la señora Clemencia Buendía decidió que no era necesario retirar el maquillaje del día anterior, puesto que este se encontraba en bastante buen estado. Así que después de añadir rimel a las acartonadas pestañas, aplicar generosamente una nueva mano de colorete en sus mejillas y sombra de ojos azul en sus párpados, se sintió satisfecha con la imagen en el espejo.
Aquel era el primer día de verano de 1975, el sol brillaba y el mar estaba más azul que nunca. Este acontecimiento se tenía que celebrar con un bonito atuendo.
La señora Clemencia Buendía abrió la puerta de su casa luciendo un vestido verde a topos blancos, y unos perfectos zapatos de tacón rojos, en el preciso momento en que el cartero desmontaba su bicicleta y agitaba, a modo de saludo, una mano llena de cartas.
Había una carta para ella. Un sobre azul, no muy grande, llevaba escrito su nombre con una letra firme y elegante, sin remitente. La abrió allí mismo, en la entrada de su casa, pero tras leer la primera línea, se detuvo de inmediato, tomó aire, y sin cerrar la puerta, se dirigió al sofá, que antaño solía convertirse en cama, y en el que ella y sus dos hermanas solían dormir. Volvió a abrir el papel, azul como el sobre, y releyó la primera línea.

Estimada señora Clemencia Buendía,

Hoy, después de muchos años, he reunido el valor suficiente para decirle que la amo. No es este un amor pasajero, puesto que desde el primer día que la vi, mi corazón no ha vuelto a latir con normalidad. Usted me recuerda al mar. Bello cuando está en calma, y bello cuando se enfada. Hermoso y alegre bajo el sol del verano, y perfecto y lejano bajo las nubes en invierno.
Yo amo el mundo porque usted está en él. Despierto cada mañana preguntándome si la veré, si nuestros caminos se encontrarán. Pensar en usted me hace el hombre más feliz del mundo.
No le pido que me ame, sólo deseo que sepa, que cerca de usted hay alguien que se despierta queriéndola con todo el corazón, y que en las noches, tras contemplar el sol ponerse, la ama más todavía.

Siempre suyo.


La carta no iba firmada. La señora Clemencia Buendía permaneció estupefacta, contemplando las margaritas dibujadas en la funda que cubría el sofá y que ella misma había tejido. Aquel era su oficio, tejer bonitos mantos, colchas, fundas y tapices que los turistas de la isla compraban para decorar sus hogares en países lejanos.
Primero sonrió tímidamente, luego rió a carcajadas hasta que las lágrimas le saltaron de los ojos, sorteando la barrera de rimel, y mezclándose con la gruesa capa de maquillaje.
La primera en saberlo, fue sin duda su mejor amiga Clotilde Hermosilla. Esta no podía dar crédito a lo que leía en aquel papel azul. Pero no había duda, ¡su buena amiga Clemencia Buendía tenía un admirador! El matasellos era de la isla y todo indicaba que el autor de la carta en cuestión, también.
La señora Buendía había estado casada una vez. El afortunado fue un hombre de la Gran Bretaña, que vino a la isla por vacaciones, y que no hablaba ni una palabra de español. Su nombre era George Muppet. Nunca antes se unió una pareja más inverosímil que el señor Muppet y la señora Buendía. Él era mayor que ella en edad, pero a lo que estatura se refiere, no se necesitaba ser muy alto para sacarle un par de cabezas al buen inglés. El amor a primera vista no se produjo en ningún momento, y la pasión desenfrenada, típica en los recién casados, nunca estuvo presente entre la señora Buendía y su esposo. La piel del señor Muppet era tan blanca que a veces parecía traslúcida, y su cuerpo enjuto estaba coronado por una cabeza rosada, desprovista de cualquier atisbo de pelo, pero bien surtida por un par de orejas de soplillo. Él era un hombre callado y serio. En la isla corría el rumor de que en su país lo buscaban por desertor, o que talvez fuera un espía del gobierno británico. La unión se mantuvo más de veinte años. Exactamente veinte años más de lo que Clotilde Hermosilla había apostado consigo misma que aquel matrimonio duraría. La señora Clemencia Buendía siempre decía que si su matrimonio había durado tanto, era porque el señor Muppet y ella no se entendían en absoluto. Y es que hay que decir, que el señor Muppet, después de dos décadas viviendo en la isla, no hablaba más de cuatro palabras en español. Un día, ante la mirada perpleja de su esposa, el señor George Muppet se hizo a la mar, por primera vez en veinte años. Pidió a unos pescadores, mediante señas, si podía acompañarlos y estos no pusieron objeción. Los pescadores cuentan, tras faenar con ellos dos meses, y sin previo aviso, el inglés se tiró por la borda luego de farfullar al viento unas palabras en su idioma. El mar estaba embravecido aquella noche, perdieron de vista al señor Muppet de inmediato. Cuentan que el mar se lo tragó. Fuera como fuere, la señora Buendía nunca volvió a ver a su marido, al poco se le dio por muerto. Y fue así, como la Señora Buendía pasó a ser la viuda del señor Muppet. Puesto que nunca habían tenido hijos, la casa roja ahora sólo la tenía a ella.
Clotilde Hermosilla preparaba café, mientras su buena amiga repasaba la carta una y otra vez, sentada en la mecedora sin parar de reír. No es que la señora Clemencia Buendía nunca hubiera estado enamorada, porque sí lo había estado. El suyo había sido un amor imposible. La primera vez que le vio, ella no era más que una niña mientras que él ya había rodado su primera película en el cine. Leopoldo Hoyuelo era el hombre más guapo de la isla, y ya puestos, del mundo entero. Sus cabellos rubios al viento y su piel morena, eran sólo algunos de los detalles que la señora Clemencia Buendía recordaría cada día de su vida. Y es que Leopoldo Hoyuelo, había sido sin duda, su único y gran amor. Cuando Clotilde Hermosilla entró en el salón con dos tazas de café en la mano, su amiga se había esfumado.
La señora Clemencia Buendía bajó del autobús, caminó por aquel sendero pedregoso del que ya casi se había olvidado. Siendo ella muy joven, sus zapatos de charol negros de los domingos, habían recorrido aquella ruta. También con un sobre azul en la mano, cuyo interior contenía un papel azul en el que había escrito las más bellas palabras de amor. Nunca recibió respuesta. Nunca hasta ahora.
La mano le temblaba cuando llamó a la puerta de la casa, la misma puerta, por debajo de la cual deslizó aquella carta de amor muchos años antes. Un joven menudo y con bigote negro abrió. La señora Clemencia Buendía no reconoció en él ningún rasgo parecido con Leopoldo Hoyuelo. Después de hablar brevemente con el joven, este le explicó que la familia Hoyuelo ya no vivía allí, y que según tenía entendido, Leopoldo Hoyuelo vivía ahora en un de lugar de retiro, aunque desconocía el nombre de dicha institución y si esta se encontraba en la isla.

Era mediodía y hacía un sol de justicia, cuando la señora Buendía entró, casi sin aliento, en la oficina de correos y preguntó si podía hablar con Fermín, el cartero. Gustavo, el funcionario de correos y telégrafos, que la atendió, tuvo a bien de informarla que Fermín no acababa su ronda hasta dentro de media hora. La señora Buendía tomó asiento, y sacando un abanico de su bolso, decidió esperar allí mismo a que este llegara. Media hora en punto más tarde, Fermín entraba por la puerta. Cuando la señora Clemencia Buendía le preguntó por la dirección a la que llevaba las cartas al señor Leopoldo Hoyuelo, Fermín frunció el ceño, se rascó la cabeza canosa y arqueó las cejas, intentando recordar aquel nombre.
Leopoldo Hoyuelo despuntó en el cine a temprana edad, sus dos primeras películas fueron sencillamente maravillosas, él era el galán protagonista y su actuación fue simplemente estelar. Su tercera película, en cambio, tuvo muy malas críticas, y a partir de entonces, fue relegado a papeles secundarios en películas malas, y el mundo se olvidó de él. Aunque en el corazón de la señora Clemencia Buendía, su recuerdo se mantenía vivo. Ella pensaba en él a diario, montado en su motocicleta, traída de la capital, con las chicas de la isla revoloteando a su alrededor. Cuántas cartas cómo la suya habría recibido él a lo largo de su vida. Miles probablemente. Miles de jovencitas prometiéndole amor eterno en sus perfumadas misivas. Pero las promesas de amor, se evaporan a menudo, como la fragancia del perfume que las acompaña.
Talvez el motivo por el que la Señora Clemencia Buendía se casó con un hombre como George Muppet, fue la certeza de que él nunca la haría olvidarse de Leopoldo Hoyuelo.
Fermín de pronto recordó. Le dijo a la señora Buendía que el señor Hoyuelo ya apenas recibía carta alguna, y que desde hacía años estaba en un lugar de la isla llamado Verdes Prados, que el autobús número siete la llevaría directa hasta allí. La señora Clemencia Buendía agradeció a Fermín la información, luego de pensar qué estúpido nombre le habían puesto a ese lugar. Verdes Prados. ¿Y de qué color son los prados si no, rojos?
De ella, se podían contar muchas cosas, como el desaguisado que cometió con sus cejas siendo joven, y que le valió una eterna soltería, pero si algo no tenía Clotilde Hermosilla, era ni un pelo de tonta, al igual que ni un pelo le quedaba ya en las cejas.
Cuando la señora Clemencia Buendía salió de la oficina de correos y telégrafos, su mejor amiga la esperaba con los brazos en jarras. Después de plantarla de aquella manera, Clotilde Hermosilla había seguido la pista de su amiga cual investigador privado. Estaba en su derecho, por la amistad que las unía, de estar al corriente sobre todo lo concerniente al misterioso admirador. Clemencia Buendía, jamás hubiera permitido que su amiga le acompañara de no haber sido por los sabrosos bocadillos que había traído con ella. Durante el trayecto en autobús, la señora Buendía acalló sus nervios engullendo aquellos ricos emparedados.

Lo primero que pensó la señora Clemencia Buendía fue que aquel sitio tenía un olor muy desagradable, un olor desconocido para ella, pero le revolvió lo más hondo de su saciado estómago. Después de hablar con la enfermera jefe, y rellenar dos formularios interminables, la señora Clemencia Buendía fue guiada por otra enfermera, hasta la habitación que ocupaba Leopoldo Hoyuelo. Mientras caminaban a través de un laberinto de largos y blancos pasillos, la señora Buendía dio un traspié, cayendo al suelo de espaldas cuan larga y ancha era. Se necesitaron cinco enfermeras para levantar su fornido cuerpo del embaldosado.
Lo encontró encogido en un sillón gastado, mirando por la ventana. Sus cabellos rubios se habían vuelto blancos, su piel morena de antaño era ahora amarilla y su rostro sonriente y hermoso, estaba apagado y macilento. La señora Clemencia Buendía le saludó con un susurro, por miedo a despertarlo abruptamente de su letargo. Pero sus ojos grises la miraron y ella sintió que las piernas le fallaban. La enfermera se despidió diciendo que volvería en media hora. Él le tendió una mano huesuda y trémula, cual hoja de otoño, y ella la cogió entre las suyas como si de un pajarillo herido se tratara. A un lado del sillón, la señora Buendía vio la bolsa amarilla y no pudo reprimir las lágrimas. Leopoldo Hoyuelo apenas podía valerse por si mismo, era un anciano que esperaba pacientemente a que la muerte viniera a llevárselo.
La señora Clemencia Buendía, después de abandonar la carta azul en los confines de su alma, se arrodillo a los pies del anciano actor, puso la cabeza en su regazo, y rompió a llorar.
Cuando Clotilde Hermosilla vio reaparecer a su amiga en el vestíbulo de aquel horrible lugar, con la cara llena de churretes negros, su olfato suspicaz supo de inmediato que esta tramaba algo. Nunca nadie había visto a la señora Clemencia Buendía levantar la voz, discutir o pelearse con alguien. Pero aquella tarde del primer día de verano, su gran amiga hizo uso de esos kilos acumulados y de los bocadillos de mortadela sobrantes, para derribar a cuantas enfermeras se le pusieron delante, luchó como una fiera e incluso amenazó con sacarse uno de sus zapatos de tacón de aguja. Al no tener Leopoldo Hoyuelo familia alguna, nadie, a parte de las enfermeras, podía oponerse a la voluntad de la señora Clemencia Buendía, y ya se encargó esta de mantenerlas a raya.
Se cumplían más de cuarenta años desde el día en que aquella niña espiaba agazapada entre las estanterías del colmado, en el que solía comprar golosinas y helados, a aquel actor famoso, y el hombre más guapo del mundo. Él la sorprendió y sonriente acarició sus oscuros cabellos, diciéndole que sin duda era la jovencita más linda de la isla. Aquella fue la única vez que los caminos que ella y Leopoldo Hoyuelo se encontraron, pero aquel fue el día en que la señora Buendía fue esencialmente feliz para siempre. Ahora ella le mesaba los cabellos blancos y él, sin saber que aquella mujer le había amado durante toda una vida, contemplaba los maravillosos días de verano en compañía de una señora llamada Clemencia Buendía.


FIN

Silvia Serra